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MI ABUELO ELEUTERIO


Le veo caminar con su cayado lento. Midiendo los arrastrados pasos en la irregular calle de tierra. Atrapado por la veladura de las cataratas. Y abandonado a la poca luz que le entra por sus negras gafas.
La niña, lo espera en el cruce de dos calles jugando a la pata coja. Lugar donde el anciano girará a la izquierda para tomar la que le conducirá a su casa.
De este anciano, apenas recuerdo los imprecisos rasgos de su cara. Pero tengo la imagen de su enjuto cuerpo de hidalga clase castellana. Hombre parco con las palabras, como los hombres de esta tierra. Con virtudes de hombre bueno, honesto y austero. Curioso de su tiempo. Le recuerdo de pié en la cocina de su casa, pegada la oreja a la preciada radio, escuchando las noticias que por ella llegaban. Esta y otras imágenes suyas las guardo con profundo cariño de este noble anciano que fue mi abuelo materno.
El señor Eleuterio fue un hombre de tradiciones. De pensamiento conservador y católico vivió una vida entregada al trabajo. Tuvo nueve hijos. Cuatro hombres y cinco mujeres, y cincuenta y dos nietos. Una familia, que al igual que la guerra de España, vivió herida y enfrentada en dos bandos, después de su muerte.
Sin duda este ancestro ha sido quien arraigó dentro el respeto que tengo a las tradiciones. De mi infancia rescato el más nítido recuerdo suyo tocando las castañuelas. No las tocaba con frecuencia. Este ritual lo dejaba para situaciones muy especiales.
Al igual que muchos otros pueblos de la provincia de Salamanca, las Fiestas Grandes se celebran en Septiembre; cuando la cosecha de trigo permanece guardada en los desvanes de las casas o silos. Atrás queda el duro trabajo de la siega, bajo un sol abrasador que no perdona la siesta. Y el monótono trillar de los mulos en la era que adormece los sentidos. Al atardecer, se llena de alegres voces de niños, jugando o cazando incautos pájaros que vienen a comer los granos, con sus tirachinas, hechos de palos y elástico.
Llegan las Fiestas grandes. Como todos los años el señor Eleuterio saca sus castañuelas, cuidadosamente guardadas, para ofrecer al pueblo, convocado en la misa mayor, el sonido vibrante de los palillos. Son momentos de profunda y solemne emoción. Sobrecoge de manera especial el silencio comunitario que, entregado al repiqueteo musical, deja sin respiración a los presentes, dentro y fuera de la Iglesia. Aquellos sonidos siguen vibrando dentro de mí como otras impresiones profundas de la infancia.

Salvo raras ocasiones el abuelo toca sus castañuelas para ocasiones bien precisas. Esta tradición es parte de una etapa de mi primera infancia. Después dejó de tocarlas, supongo, por su avanzada edad o porque si.
El abuelo es un hombre muy católico. Sin embargo, respetuoso con la abuela, que no le acompaño en su apostolado religioso. Tiene su lugar fijo en un banco del pasillo central de la Iglesia para la misa mayor. Me gusta sentarme en ese mismo banco. Le veo llegar recogido en su mundo de silencios. Contando los pasos memorizados y reconocibles hasta el vacío lugar que espera ser ocupado, y que nadie osa usurparlo.
A la salida de la Iglesia, en la plaza, mujeres y hombres, mozos y mozas, bailan la jota al compás de las castañuelas. Otras mujeres cantan con alegres voces, mientras los que bailan, mueven por los aires con innata precisión, los danzarines pies con hilaridad y frescura.
Las fiestas se celebran en alegre abundancia. Es la recompensa del duro trabajo de todo un año. La tradición es estrenar alguna prenda. Los hombres se ponen su mejor traje. Las mujeres y mozas, resplandecen de felicidad con sus vaporosos vestidos nuevos, confeccionados por las propias mujeres, de modelos sacados de la revista Burda. También se estrenan zapatos. Algunos números más grandes para los niños. Las madres embuten de algodón la punta de los zapatos. Tortura para los pobres pies que terminan con ampollas.

Los hombres disfrutan del jolgorio colectivo con alegría de fiesta y sus buenos tragos. Entregados a las actividades que se celebran los dos días de fiestas. Nada se escatima. Ni los que tienen más, ni aquellos que tienen menos; para celebrar por todo lo alto las esperadas fiestas.
Después de la misa, los hombres y familias se encaminan hasta el casino. Lugar donde se concentra muchas de las actividades. La sala de cine. Competiciones de pelota vasca en el frontón. Competiciones de dominó. Y muchos otros alrededor de las mesas o en la barra para tomar el aperitivo, acompañados de familiares que llegan de otros lugares. Por todas partes se respira y se siente un aire del jolgorio distendido y alegre.
Los niños disfrutan con estridente hilaridad de la algarabía festiva. Solos o acompañados por sus familiares recorren la calle donde se concentran los tenderetes de los confiteros, que llegan al pueblo de otros lugares. De punta a punta, recorren la calle, con iluminados rostros y ojos encandilados los vivos colores de las piruletas, confites, cayados de caramelo y almendras garrapiñadas.
Por la tarde se corren los novillos. Hasta la plaza del pueblo, se llevan los carros para ceñir un círculo. Mujeres y niños se suben a ellos, mientras los hombres y mozos, se quedan en la parte baja de los carros, para correr los novillos.
Ya de noche en la plaza, liberada de los carros, bajo un cielo estrellado y una ligera brisa de finales de verano, se inicia el baile. Todos bailan, adultos, jóvenes, niños, al compás de los ritmos de pasodobles, boleros, y otras canciones, que una pequeña banda toca. No importa los desafinados sonidos que salen de los altavoces, Igual los excitados cuerpos se expresan con jocosa alegría.
Otros optan por el cine. Asistencia masiva en las dos sesiones especiales de tarde y noche en el cine del casino. Grandes producciones de cine americano como Ben Hur, o los Diez Mandamientos, o alguna clásica del oeste.

Llegamos a los finales años sesenta y al pueblo va llegando un ligero progreso impersonal. Consecuencia de la fuerte emigración de muchos maridos y jóvenes. Muchas casas de adobe se destruyen, dando paso a otras casa más modernas. El carácter urbano del pueblo empieza a cambiar. Canalizan el agua en las casas. Cementan las calles principales. En las casas entran nuevos muebles hechos de brillante planchas de formica. Dando una imagen moderna de fatua ilusión, al incipiente consumismo. Símbolo de aquel progreso. Aberración que remplazó los muebles humildes, pero de nobles maderas que decoran los sencillos hogares.
En esos años el señor Eleuterio se fue para siempre, dejando en el pueblo un vacío de tradiciones de una España rural folclorista. Se recupera años más tarde con la democracia. Sin embargo, en algún recóndito lugar de nuestros recuerdos, aún seguimos recordando en nuestra memoria los irrepetibles e inolvidables sonidos de sus castañuelas.
Guardo un profundo cariño por este abuelo que murió estando yo muy lejos. De alguna manera aún permanece latente en mi memoria, el sentir de ese legado de continuidad con mis raíces, que alejada y ausente, me sigue uniendo vínculos con mis ancestros y la cultura. Los recuerdos se agolpan por salir. Intento rescatar del tiempo y el olvido una lejana infancia.
Todavía, si cierro los ojos, percibo aquella luz del mediodía como un fotograma suspendido en el cielo azul y el tiempo. Cegada por un sol cenital del mes de septiembre, la niña espera al abuelo jugando en medio de la calle, mientras a lo lejos, apoyado en el desgastado cayado, reconoce la figura enjuta y ausente del abuelo que despacio, con pasitos cortos, se va acercando hasta ella.

El abuelo viene de la Cortina. Recinto sagrado donde transcurre su vejez, al interior de aquél espacio amurallado de hortalizas, frutales y grandes silencios, acompañados estos por el revoloteo y trinar de los pájaros que habitan en el lugar.
En ese espacio tan suyo y personal, sentado debajo de la gran higuera que tanto le gusta, el señor Eleuterio deja pasar los días, la vida, y sus recuerdos.
Cuando el abuelo llega hasta ella, se para con una cómplice mueca y le dice.
¡ Qué, muchacha ! ¿ Quieres una breva ?
¡ Si abuelo !
La niña continua a su lado durante un trecho de calle. Caminan en silencio, uno al lado del otro, hasta que la niña se da media vuelta. Alejada unos metros, le grita.
¡ Adiós abuelo !
Él sin volverse y en silencio prosigue su camino tantas veces andado y desandado hasta su casa, donde la abuela le espera con la comida puesta en la mesa.

Ágata Martín
Santiago de Chile 2002

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