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«¡Qué tiemblen los ricos!. Robin Hood ha vuelto».


Desde hace unos días a los ricos no les llega la camisa al cuello, exactamente desde que el Gobierno anunció que les va a freír a impuestos porque no es justo que unos tengan tanto y otros tan poco. Desde ese mismo día los pobres nos hemos puesto locos de contentos imaginando a ese Robin Hood del siglo XXI desvalijando a los ricachones y repartiendo el botín entre los más necesitados.

Hay otra parte de la población que se ha quedado con la duda, porque no saben sin son ricos, pobres o mediopensionistas. Esperan con ansiedad a que alguien establezca el punto exacto en el que una persona pasa de ser clase media a convertirse en un repelente rico. Porque, claro, si se considera rica a una persona que gana 70.000 euros al año, ¿qué nombre debemos dar a quien gana 69.500? ¿Qué Ser Superior será el encargado de delimitar la línea que marca el abismo?

Y es que hay que ver la mala fama y lo mal vistas están las personas a las que les sobra el dinero. Es algo que no acabo de entender, porque aquí y en cualquier parte del mundo, todo quisque estudia, trabaja, piensa o invierte con el loable objetivo que hacerse lo más rico posible. Sin olvidar la cantidad de dinero que nos gastamos cada semana buscando un golpe de fortuna en loterías, cupones, bingos, casinos e infinidad de juegos de azar. Vamos, que todo el mundo quiere ser «asquerosamente rico».

El Gobierno no se ha dado cuenta de que quienes estamos manteniendo a flote la economía nacional somos los pobres; no sólo porque somos muchos, sino por la cantidad de dinero e impuestos que pagamos en nuestro incansable afán de hacernos ricos. Una buena parte de cada euro que gastamos en nuestra vida pública y privada va a parar a las arcas del Estado: carburantes, tabaco, alcohol, vehículos, electrodomésticos…somos un verdadero chollo. Los ricos juegan un partido aparte en el que se pasan la pelota del dinero de unos a otros, mientras que nosotros la vemos pasar sin llegar nunca a alcanzarla.

Si no fuera por la triste y angustiosa situación económica por la que están pasando muchos españoles, la noticia del impuesto a los ricos sería para echarse a reír. Estamos pagando con creces las consecuencias de una política económica desastrosa, plagada de errores de bulto que nos están llevando por un camino del que será muy difícil regresar. Los cientos de millones de euros de superávit se han esfumado en inversiones muchas de ellas innecesarias y ridículas en vez de dirigirlas a los sectores productivos capaces de generar empleo y riqueza.

Tenemos in sinfín de instituciones y administraciones públicas que en estos momentos se han convertido en un gigante con los pies de barro: Gobierno central, parlamentos autonómicos, diputaciones provinciales, federaciones, confederaciones, ayuntamientos, etc. Todos ellos llenos de una cantidad inmensa de políticos, técnicos y altos funcionarios. Tampoco habría sido mucho pedirles a todos ellos una sola cosa: sentido común. Ni más ni menos.

Pero claro, aquí está la pescadilla que se muerde la cola; todos esos políticos, técnicos y funcionarios fueron un día personas como nosotros; simples mortales cuya máxima aspiración era convertirse en hombres ricos, y parece que eso lo están haciendo bien, a la perfección diría yo. Ya no se acuerdan de aquellos terribles años en que formaban parte de los seguidores de Robin Hood, de los pobres y oprimidos del mundo. ¡Ay, qué frágil es la memoria!

Pero bueno, los pobres tenemos mucha más salud que los ricos, precisamente porque la necesitamos para ser ricos. Y hay otra cosa que nosotros tememos y que ellos jamás alcanzarán: El Cielo. Sí, no crean que me invento nada; lo dice la primera Bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos». ¡Qué tiemblen los ricos!

EL PÁNCARO

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