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POR QUINTIN GARCÍA

LAS FAUCES DEL XIOC

POR QUINTIN GARCÍA
Al niño Misael, de la aldea de Txitukán, en aquella amanecida del día de Navidad de 1982 no le dio tiempo a huir de la lava del volcán Xioc que descendió por las quebradas con las fauces en forma de rojos colmillos. Cuando lo despertaron los gritos de su mamá, que regresaba asustada de recoger leños en el bosque para la cena sagrada de la comunidad, ya el suelo de la casita era un río de fuego rojo y azul que todo lo arrasaba. La lava le calcinó las plantas de los pies. Fueron días y días de fiebres y rojas pesadillas amenazadoras, anclado en un petate de hojas de maíz en el pequeño dispensario que atendía doña Manolita. Tenía el patojo entonces ocho años y unos ojos grandes y negros, levemente ovalados como la madre tierra que doña Manolita ponía sobre la mesa de la escuelita. La tez de su rostro estaba renegrida de soles y de vientos, heredada así de sus antepasados por generaciones y generaciones.

Con los quetzales que su mamá fue recogiendo entre las otras mamás de la aldea, a Misael lo sacaron en mula desde la barranca donde vivía para que lo curaran los doctores en la capital. Tiempos de orfandad entre las cuatro paredes blancas de un hospital, sólo mitigada por las visitas de doña Manolita cuando se regresaba a la capital para tareas de aprovisionamiento del dispensario y la escuela. A los meses regresó curado de las fiebres, los pies envueltos en vendas y hojas de banano. Pero las pesadillas no le desaparecieron.

Cuando caía el sueño sobre sus párpados en las anochecidas encantadas de Txitukán, un hedor asfixiante como de humos de azufre y pólvora incendiaba su cuerpo y anegaba su frente en angustiosas premoniciones. Volvían a arder una y otra noche en su mente infantil las casitas de paja y las milpas granadas, azuzadas las llamas por el viento agrio que venía del Xioc. Una serpiente le miraba fijamente a los ojos desde el dintel de la puerta de la escuelita, avanzaba sin dejar de mirarle por los largos pasillos del hospital, y reptaba despacio, con sonidos silbantes, por su cuerpo sudoroso hasta enroscarse a su cuello. Cervatillos en traje de fiesta daban saltos enloquecidos de miedo por entre los matorrales huyendo de la lava. Él quería seguirlos -¡esperad!, gritaba-, correr tras su rastro y esconderse en el bosque, pero sus pies se quedaban atrapados en la tierra, calcinados. Le despertaba el guirigay asustado de los guacamayos.

Desde aquella amanecida maldita del día de la Navidad Misael no pudo volver a andar; le tuvieron que ayudar otros niños a desplazarse por las sendas de polvo de la aldea en un rudimentario carretón de madera con los pies hechos de ruedas metálicas. Mañana y tarde, todos los días, los patojos de las familias vecinas le acercaban hasta la escuela. Allí aprendió a recitar, a coros, los viejos poemas de la milenaria tradición maya. Allí, en la escuelita de techo de hojas de palmera, aprendió a pintar con ceras las montañas que rodean Txitukán, sus casitas de caña, las milpas crecidas en verdes y amarillos con el volcán Xioc siempre al fondo, amenazante.

Con colores hechos de bejucos silvestres el muchacho pintaba muy lindas representaciones del libro sagrado Popol Vuh que Doña Manolita les leía en lengua queckchí. O la cueva con animales de la montaña donde un día muy lejano, muy lejano, había nacido un Niño con ojos de Paz un día de Navidad; como él, Missael, había vuelto a nacer también un día de Navidad del año 1982 al librarse de la lava mortal del Xioc. Con los días fue llenando su largo cuaderno de dibujo con escenas de la historia de la aldea, desde sus orígenes hasta el día en que aparecieron los hombres de la guerra con sus trajes verde olivo y desaparecieron en la noche todos los papás. Esa estampa no supo cómo dibujarla. Las manos se le enredaron en el papel, como heridas, huérfanas, y sus ojos se enturbiaron recordando las oscuras pesadillas. Entonces Doña Manolita le pidió que pintara retratos, muchos retratos de todas las niñas de la aldea con sus largas cabelleras negras, su piel cobriza, y su sonrisa azul, vestidas con el huipil de fiestas. Las patojas colgaban luego orgullosas sus retratos en las paredes. Y los miraban. Y se reían quedito, para sus adentros. Al lado de sus retratos Doña Manolita puso una fotografía suya, agrandada, de cuando tenía más o menos su misma edad en un pueblo de la vieja España. En comparación su cara resultaba pálida y sus vestidos extrañamente incoloros y tristes. Pero le sirvió para decirles que cada grupo humano tiene sus rasgos diferentes en el rostro y sus vestidos distintos. Pero que todos tenían manos y ojos. Y un corazón colocado en el mismo sitio para sentirse iguales. Misael se puso serio y miraba hacia el suelo de tierra parda.

Un día, cuando volvieron las masacres de indígenas por toda La Verapaz, los niños oyeron intensas balaceras que procedían de la zona del volcán Xioc. Los disparos llegaban a la escuela rebotados y crecidos, roncos por el eco de todas las barrancas de la aldea de Txitukán. Venían los disparos acompañados por el chillido delator de los guacamayos alborotados. Los niños se miraron en sus pupilas desvalidas, huérfanas.

Huyeron todos, atemorizados, menos Misael, varado en la tierra como los troncos secos, rotos por el rayo, en mitad de las montañas. Doña Manolita lo escondió de prisa tras los cuadros pintados con las milpas y los rostros de las patojitas, cubriéndolo luego con su propio cuerpo.

Sobre la puerta, con el olor de la pólvora aún reciente en su guerrera, apareció la figura de Amílcar, un militar de tez blanquecina y dientes rojizos como la lava del volcán. De pie, fue mirando despacio los cuadros uno por uno. Y descubrió la silueta entrevelada del cuerpo de la maestra y del muchacho sentado sobre el carretón al otro lado de las telas, en la penumbra, tensos los dos como los cervatillos huidos a su escondite. El militar se rió destempladamente.

En las risas turbias del hombre de la guerra, Misael, tras de la sombra verde y azul de los cuadros, oyó de nuevo, despavorido, como en aquella amanecida de la Navidad de 1982, como en sus noches de sudor y pesadillas, el rugido hirviente de la lava del volcán Xioc hecho balacera de plomo que zarandeaba ahora las ruedas de su carretón, calcinadas; que golpeaba con furia las leves paredes de caña de la escuelita; que luego rodeaba con fuego su cintura de niño; que subía, que subía por su piel distinta como rojas lenguas de serpiente hasta su cuello -¡me ahogo, Doña Manolita!-, que se enroscaban a su garganta, reptaban hasta su boca, hasta cegar sus ojos.

Aún alcanzó a oír, un instante antes del tac-tac-tac de la balacera contra las milpas granadas a la cera de los cuadros, el balido lastimero de los ciervos abatidos en las quebradas, el griterío de los guacamayos sobrevolando, rabiosos, las cúpulas enrojecidas de las ceibas. Lo último que vieron sus ojos grandes y negros de niño queckchí, antes de cerrarse, fueron los ojos, también negros, estremecidos, de Doña Manolita desvaneciéndose y los granos de maíz rebrincando amarillos por el aire desde los cuadros e inundando el suelo. Del herido carretón de madera de Misael, por detrás de las pinturas agujereadas, caían lágrimas de sangre sobre el suelo dolido de la escuelita, donde se mezclaban con las lágrimas de sangre de doña Manolita.

Al año siguiente, por los mismos días de la Navidad, al suelo aquel le habían crecido unos elotes gordos, con sus granos de maíz amarillitos, dulces. Las muchachas de Txitukán, antes de comenzar el nuevo curso, aprovecharon para poner en mitad de la pequeña milpa nacida una cuevita hecha con los leños del monte, evocadora del primer Belén en la vieja Palestina. Y en las paredes de la escuelita, ahora abandonada, pintaron del color verdeamarillo de la savia de los vejucos, los ojos grandes de Missael. Y las manos leñosas, en azul, de doña Manolita. Debajo de los dos, en rojo, escribieron: Y hagan paz, por favor, los hombres de buena voluntad.

Comentario: El cuento es la escenificación literaria de las matanzas de nativos (mujeres y niños introducidos en escuelas o capillas y prendidos fuego) en la Guatemala de los años 80 del siglo pasado a manos del ejército con la disculpa de reprimir grupos guerrilleros. Las tierras de los nativos en muchos casos fueron a parar a manos de los generales del ejército porque no las tenían escrituradas oficialmente los nativos. Fue una guerra civil durante muchos años con mil penalidades para aquellas poblaciones, y con muchas víctimas, que por fin acabó con unos ACUERDOS DE PAZ.
Conozco esto de primera mano: soy sacerdote dominico y tenía compañeros allí que pasaron amenazas y persecuciones por atender esas aldeas y denunciar el genocidio que se cometía. A otro compañero dominico, muy amigo –Roberto Ábalos-, luego de los ACUERDOS, le tocó hacer muchos enterramientos de los restos humanos que desenterraba legalmente una COMISIÓN INTERNACIONAL. Mi casa está llena de videos con esas ceremonias terribles.

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