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PALABRAS DEL TIEMPO. Quintos del 52

Estar en este presente y volver la mirada atrás, intentando rescatar algunos recuerdos relegados al olvido. Pero que siguen ahí, en el disco duro de aquella infancia muchas veces negada, causa y efecto del desarraigo que provoca la partida obligada a lugares desconocidos. Errante en un mundo donde tienes que buscarte un pequeño espacio donde explorar y hacer habitable tu nueva existencia. Escribo esta palabra y me sube una congoja relacionada con el abandono. Impuesto por las necesidades y la pobreza. Y en esta contradicción de sentimientos también se impone el agradecimiento por haber hecho posible esta vida. La mía.  Hambrienta de deseos y aprendizaje. Sobre todo esto último. Motor para profundizar y salir de la ignorancia. Los libros, grandes aliados de mi soledad, los cientos que he llegado a leer y sigo leyendo. Mundos del imaginario que me llevan a vivirlos como propios. Sin duda fueron y siguen aportando parte de los mejores momentos. Hay más cosas que han forjado mi carácter y personalidad en la búsqueda de darle un sentido a los deseos que brotan desde lo más profundo de mi naturaleza inquieta. La vida, la única que tenemos. Siendo muy joven tomé conciencia que estaba en mí hacerla posible o morir en el intento. La libertad es tan amplia como tus necesidades. La mía fue romper con todo para ser yo misma.

Salí de mi pueblo siendo una niña. Mis raíces se quedaron grabadas de pena y abandono. Con los años he entendido que se alimentaron con la pureza y el amor de la infancia. Un tesoro acogido en lo más profundo de nuestra alma. El mundo era muy grande, y yo quería traspasar el horizonte. Ese punto infinito que siempre estaba ahí. Como el hambre por conocer los misterios de la vida y su sentido. Vacío, un enorme vacío que no se llenaba con nada, mejor dicho sí, con la existencial angustia por buscar un equilibrio. En este presente, tal vez, he logrado tener alguna relativa respuesta sobre las interrogantes de mi propia existencia. La vida ha sido muy generosa conmigo. He tenido alegrías, tristezas, dolores y bendiciones. Mis hijos son las mejores bendiciones. Hasta el que perdí, fue parte de un nuevo renacimiento personal. Acepté mis carencias como la fuerza impulsora para conseguir mis sueños. Tengo que confesar que los supere con creces. Los deseos son la fuerza que nos mueve y conecta con el universo. Quizá la simpleza de aquella niña de pueblo me permitió soñar a lo grande, y éste, generosamente, ha sabido interpretar mis deseos.  Yo los he sabido reconocer y agradecer.

Empecé a escribir este texto con el fin de entender qué me motiva la junta con la generación del 52 (quintos) de mi pueblo. En un principio tuve dudas. No estaba convencida del sentido de este reencuentro con mis compañeras de escuela. Me costaba ponerles cara y nombre a la gran mayoría. En el transcurso de los meses, a través del wasap, he ido reconociendo algunas.  A otras me cuesta. A todas nos pasa lo mismo. El recordatorio viene por los apodos de los padres que, para las hijas e hijos, era y sigue siendo nuestra seña de identidad.  Poco a poco he ido aceptando ese evento. Quizá deseando recuperar algo de aquella infancia olvidada. O tal vez, por volver a encontrarme con aquella niña simple que soñaba sin tener conciencia de cuan grandes eran sus sueños, en aquel horizonte plano y redondo de mi pueblo. Quizá, todos estemos en los mismo. La gran mayoría, al igual que yo, emigramos a otros lugares y echamos raíces en otras tierras. Pero las tumbas de nuestros padres siguen en el pueblo, recordándonos ese lugar de arraigo y pertenencia con nuestros ancestros.

Soy castellana como mis padres. Gente buena. Les honro y los recuerdo siempre. Mi tristeza fue la suya. La soledad y el desamparo que ambos tuvimos lo vivimos con dignidad. Para mí, las carencias ha sido la lucha interior que me ha fortalecido y mire el pasado con orgullo. Tal vez por eso quiero verme a través de aquellas otras niñas. Tengo recuerdos de mis primas, y otras compañeras. Niñas y niños del mismo barrio, corriendo arriba y abajo la estrecha calle que llevaba al cementerio. Noches de verano mientras los padres buscaban un poco de descanso, después de un duro día de implacable sol trabajando en el campo. Tardes de primavera y verano con las madres sentadas a la sombra de la acera, cosiendo, remendando o bordando ajuares. Lunes de lavandería en la Fuente de Moral. Barreños y tajuelas cargados en la cabeza por aquellas mujeres madres que, aceptaban las duras condiciones sin protestar. Ajetreo y voces femeninas que hablaban contando las vidas de los otros, y poco de las suyas. Oídos infantiles que escuchaban sin entender el contenido. Solo los dolores y preocupaciones se percibían como una saeta que se colaba por el alma. Fiestas Grandes y Pequeñas. Alegría y bullicio. Grandes dándose permiso a la fiesta. Pequeños, disfrutando de la alegría colorida y dulce.

Estoy en mi casa del campo. Un lugar de refugio y dicha interior. Una vez leí a una escritora mexicana hablar de los milagros de los muertos. Definición que me aclaró lo que siempre había pensado. Siempre supe que esta casa es parte de los milagros de mis padres. Llegó a mi vida por casualidad, como todos mis grandes deseos conseguidos, a los pocos meses de haberse ido mi madre. Desde el momento que la encontré la asocié con ellos. Tan lejos y tan cerca en ese espacio infinito donde ellos la iban a disfrutar desde mi corazón. Siempre he creído ver, o me ha gustado imaginarme ver, los espíritus de mis padres sentados en la mesa debajo del gran nogal. Alma de este lugar. Uno al lado del otro, en silencio, mirando al vacío lleno de paz. Es un lugar que se merecían ellos.

El lugar está ubicado cerca de la ciudad de Los Andes. En un municipio que se llama Calle Larga. Coincidencia… el mismo nombre de la calle donde vivieron mis padres. Era un sábado de noviembre. Había llegado muy temprano para terminar de filmar los últimos planos de un spot publicitario de camionetas Chevrolet, en la Autorruta Los Libertadores.  La base del equipo de filmación se instaló en una carretera de servicio. Al lado, un camino de viejos robles. La prístina luz se filtraba por el ramaje creando distintas formas en la tierra. Era y es, la entrada privada a un Fundo llamado El Castillo. Me adentré en la alameda siguiendo un mágico impulso. Así llegué a este lugar donde me esperaba uno de mis sueños. Un regalo de mi hijo pequeño. Siendo niño me decía que de mayor iba a ganar mucho dinero y lo primero sería comprarme una casa en el campo para que disfrutase de mis pasiones. Leer, escribir y estar en contacto con la naturaleza.  Es la casa familiar que disfrutamos con amigos. Tiene un alma acogedora que todos agradecemos.

En verano las voces de los niños jugando en la piscina traspasa los muros de adobe de la parcela que lindera con las de los vecinos. Yo les nutro como madre de todos.

Siento que me perdí en la intención de un principio de este texto. O tal vez no. Me limito a tejer las consecuencias del pasado con este presente. Volviendo a mis primigenias raíces y las de aquí. Tan lejos en la geografía…tan cercanas en la finitud de mis espacios internos. Escribo en la mesa de mi biblioteca. Levanto la mirada y la fijo afuera en un entorno de árboles que van perdiendo su follaje.  El otoño se percibe con infinito silencio. Hoy más que los días pasados, la luz gris lo llena todo. Escucho el crepitar del fuego de la estufa. Afuera el aire se impregna de olores a leña quemada. Los gallos de los vecinos rompen el silencio.

Ayer fue el aniversario de la muerte de mi padre. Quince años. Un año después se fue mi madre. El tiempo tiene la relatividad que le queramos dar. La ausencia de mis padres está tan presente en mis sentimientos que no puedo evitar sorprenderme con el pasar de todos estos años. Supongo que, a esta edad, el tiempo pasa tan deprisa como la propia muerte empieza a acechar la mía. Por el momento la tengo a raya. Mi vida está ocupada. Me quedan deseos por realizar. El más próximo, viajar en agosto a España y hacer El Camino de Santiago con mi hijo mayor.  Después, el uno de septiembre, participar con el grupo de los Quintos del 52 de Villoria, mi pueblo. El presente es un hecho tangible y el futuro un interrogante esperanzador. Por ello, me aseguro estar ahí ese día.

Necesito hablar de algunas personas del grupo de Los Quintos del 52 que tienen rostro y nombre en mi memoria. La primera por supuesto mi prima Mary. Ella es la artífice de esta propuesta que poco a poco se ha ido gestando con la suma de más y más quintas-os. Mary es hija de mi muy querida tía Imelda. Mujer inteligente y bondadosa que con sus ojos azules traspasaba el cielo. Están las otras primas Pilar y Neme. Con la primera tenemos recuerdos en distintas etapas de nuestra vida en el pueblo y en Italia. Mi tío Carracuca era un buen hombre y la tía una mujer viva con un gran carácter. Con Neme tenemos muchos recuerdos compartidos en nuestra infancia. El que siempre viene a mi memoria es el de intentar aprender a montar en una bicicleta sin ruedas, solo con las llantas metálicas. Con Rosi, su hermana, jugábamos a ser peluqueras. Pasamos muchos momentos juntas en el huerto y corral de su casa. En la escuela, en ocasiones compartimos la misma mesa con la buena de Doña Encarna. Mujer que merece ser recordada y a la que le guardo un profundo y admirado respeto. Están también mis vecinas de mi primera infancia Raquel y Francisca (Paquita ) y otros. A Raquel la recuerdo peleándose con mi hermana Candi. En verdad mi hermana era el terror del barrio. Recuerdo a Costa su padre. Un hombre cariñoso y tranquilo, siempre yendo y viniendo en su bicicleta. A su madre Elisa, vecina de mayor confianza con mi madre y la nuestra. Una mujer dicharachera familiar y de buen carácter. Nuestra calle era nuestro patio de juegos, peleas y griterío infantil. Tengo muchas imágenes de esa calle. Del bueno del señor Martín y su cayada moviéndola al aire para alejarnos cuando le provocábamos. Sentado en su silla de inválido en la puerta del sastre, dejando pasar su vida y recuerdos tristes en aquel vocerío lleno de energía de una infancia sin censura. De la buena de su mujer, la señora Dominica y sus hijos músicos, traspasando desde el interior de su casa los sonidos de trompeta y clarinete.

De Francisca recuerdo su hermosa voz que yo admiraba. Cantaba copla, sin desmerecer, como las grandes cupletistas de entonces. Marife de Triana y otras. Participó en programas de radio en Salamanca. A lo largo de los años la he traído en muchas ocasiones a mis pensamientos. Sobre todo cuando conocí al padre de mis hijos, un reconocido productor musical. Entonces pensé en la ironía de la vida. Se hubiera merecido ser cantante y haber grabado discos. También recuerdo a Emilia, porque en algún momento fuimos amigas. Tengo imágenes de su casa. Nos juntábamos en ella después de la escuela. Me gustaba su casa. La mía era pequeña y humilde. Las demás compañeras se pierden en una nebulosa de recuerdos. Sin duda va a ser un encuentro de clarificar esas veladuras cuando nos veamos.

El día empieza a caer con un gris plomo que merece lluvia. Pero no lloverá a pesar de cuanto se necesita. Hoy en Madrid se celebra las Fiestas de San Isidro. Una ciudad que durante años fue también la miá. Donde nacieron mis dos hijos varones. Mi hija Paloma lo hizo en París, cuando ya había pasado los cuarenta. Aquí estoy en las antípodas de la tierra teniendo cerca a dos de mis tres hijos. Fluyendo con el tejido de mi memoria he discurrido de acá y allá, amalgamando palabras del tiempo para dejar constancia que soy una quinta del 52 de mi pueblo.

Ágata Martín  ( Chile Mayo 2018 )

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