Texto extraido del libro "Cachorros de nadie", descripción psicológica de la infancia explotada, Enrique Martínez Reguera.

¿VICTIMAS O CULPABLES?


Texto extraido del libro «Cachorros de nadie», descripción psicológica de la infancia explotada, Enrique Martínez Reguera.
¿VICTIMAS O CULPABLES?

Es un modo erróneo de plantear el problema. Se puede ser víctima de muchas cosas y un poco culpable en otras. En la vida no existen victima ni verdugos químicamente puros. En ciertas cosas nos sabemos íntegros y en otras podemos temernos culpables, encarnado lo uno y lo otro como partes de una misma realidad.
Pero los niños explotados viven esta dualidad de un modo mucho más dramático, porque se saben víctimas por vía de experiencia y culpables por vía de aprendizaje.
Su experiencia como víctimas y su conciencia de estar siendo vulnerados suponen no poca fragilidad, y la fragilidad en un mundo explotador como el que nos rodea es un peligro que no se puede permitir, por eso reaccionan y van de duros por la vida.
Su dureza al principio es como la del gatito que enseña las uñas aunque apenas le hayan crecido, pero con el tiempo se crece y se aprende a ser duro. De un modo puramente defensivo, pero que los va a ir identificando.
Van a descubrir que pueden ser peligrosos y se van a sentir al mismo tiempo y por el mismo motivo «capaces» y «culpables». El delito como capacidad, la capacidad como culpa. Así se mezclan su clarividencia de absoluta indefensión con el descubrimiento de su capacidad para hacer daño, como un fatal destino.
En el ser humano, sobre todo mientras se es niño, culpabilidad y victimización no son vivencias opuestas ni excluyentes. Cuando algo desborda al niño, origina en su interior una sensación de inseguridad también desbordante. Desbordamiento del que habitualmente desconoce si la culpa es propia o ajena. Así, la impotencia de quién se siente desbordado se transforma en sentimiento de culpa.
Imaginemos el acoso de culpabilidades que embargará a los niños desfavorecidos o víctimas de explotación. Cada carencia, cada fracaso, cada desavenencia, cada horror que haya oscurecido sus vidas, sobre todo en las primeras edades, le hará temer y sentirse responsables de que la vida no funcione.

Cuando un niño pequeño, que todavía no es capaz de interpretar la realidad con elementos muy racionales, percibe que le rodea un mundo amenazante y caótico, suele interpretarlo de modo egocéntrico, es decir, como si él fuera el culpable del caos. Como el primer hombre primitivo que rompió la primera rama de un árbol debió temer que todo el universo se le cayese encima, los niños se temen culpables de todos los conflictos que les rodean.
Y si esto ocurre de un modo muy natural con todos los niños, imaginemos lo que ocurrirá cuando el entorno formalice esta fantasía de culpabilidad como algo objetivo, con entidad penal o clínica. ¿Qué opción le queda sí, padres, maestros, jueces y policías, médicos y psicólogos, de hecho responsabilizan al niño de los problemas o de la impotencia de los adultos?
Cuando se es pura dependencia física, psíquica y social, resulta más tranquilizador desconfiar de sí mismo que desconfiar de quienes la vida propia pende de un hilo. Y aún más cuando todas las interpretaciones del entorno tienden a culpabilizarlo; «para qué lo habremos traído al mundo», oímos exclamar tantas veces ante los ojos asombrados de algún niño.
Si un niño molesta «es que es molesto»; nadie suele pensar que el más molesto, por esa molesta condición, pueda ser el propio niño. Cuando un niño es muy «agresivo», es decir cuando tiene mucha acometividad desordenada y destructiva o lo que es igual sin educar, nadie suele pensar que la acometividad en principio es un valor al que sólo falta adecuada educación, organización y orientación, cosas que corresponde a los adultos aportar.
Pero los adultos, al contrario, confundiendo categorías psicológicas y morales, cuando no judiciales, identifican al «agresivo» como delincuente, malo, o aún peor, «propenso al mal», privándolo ya desde su primera educación del más elemental derecho a la presunción de inocencia, presunción de «propensión» inocente.
Victimización y culpabilidad son para los niños dos momentos distintos de un único y confuso sentimiento.

«Estoy seguro de que nací para el presidio», me dice Julio sin pestañear. No hace mucho íbamos en coche por Madrid, el mismo Julio, su amigo Jacobo y yo. Me impresionó la convicción con que hacían tales afirmaciones.
– «Es que estoy seguir de que iré a la cárcel».
– «¿Por qué estás tan seguro?» Le dije.
– «Mi padre ha estado en la cárcel, mis hermanos o están o han estado, todos mis colegas están pasando por la cárcel…toda mi gente es gente de cárcel».

«De acuerdo, te faltaría cumplir dieciséis años, todo lo que te rodea parece destinado allí, pero sólo te fijas en lo que te rodea. No tienes en cuenta tu interior, que es el otro cincuenta por ciento. Ahora podrías estar hacienda cualquier putada pero prefieres estar con nosotros, a nosotros nos consideras limpios y, sin embargo, tu interior elige estar con nosotros»
Es difícil ser convincente, difícil remontar la fuerza de las condiciones sociales y de la pequeña historia de cada uno.
En los barrios en que me muevo, no es fácil distinguir dónde termina la víctima y empieza el culpable. Con frecuencia un grupo de jóvenes asalta una escuela. A veces es para llevarse los aparatos audiovisuales, pero otras es sólo por «cagarse» literalmente en la mesa del profesor, profesores a quienes me consta que estiman mucho «pero» que representan todo aquello que les hace sentirse tan mal, tan marginados y explotados. Difícil viviseccionar acción y reacción.
Sobre estos muchachos la sociedad proyecta en forma de culpa no poco desorden social. Y la indefensión y confusión de ellos les empuja a asumirlo y a ponerlo en práctica. Culpabilizador y culpabilizado se compenetran y cofunden perfectamente.
Los niños explotados respecto a sí mismos, se «sienten» muy culpables y se «saben» muy víctimas. En cambio, respeto a los adultos se «sienten» muy víctimas y se «saben» muy culpables. No es ningún juego de palabras: saben lo que hacen y se sienten muy mal, pero también se sienten muy mal al tener muy claro todo lo que les están haciendo. Como una guerra desigual, su instinto de conservación dificulta que preciban suficientemente cuándo son agresores. No se trata de que los más «asociales», esos que parecen cometer con atroz frialdad hechos muy dañinos, carezcan de sentimientos de culpa. Se trata más bien de que, en un contexto de mil modos intolerable y degradante, no se puede traslucir las más mínima fragilidad interior, es necesario pasar por encima de la violencia y hasta en algún momento dado puede servir de peligrosas catarsis.
¿Por qué si no a ciertos niños bien pequeños ya se les han secado las lágrimas? He convivido con niños cuya mejoría se hizo notar en que aprendieron a llorar ya reírse. ¿Por qué sustituyen su desconsuelo por gestos de insensibilidad o cinismo?
En cierta ocasión, durante la consulta, presencié cómo una madre abofeteaba repetidamente a una niña de siete años, de un modo repentino y un tanto brutal.

«Pégame, pégame que no me duele», respondió la niña desafiante con sus bracitos cruzados.
Aun en tales situaciones, los sentimientos de culpa suelen aflorar de forma inconsciente pero inequívoca. Es típico que los niños explotados nos provoquen para que les castiguemos, porque o son dignos de castigo o no son nadie.
Me traen a consulta a un niño «díscolo»: «Mire usted, ayer hemos tenido un disgusto horrible mi marido y yo por culpa de este niño».
Con once años estaba allí, abriendo sus ojazos, como quien no quiere dar crédito a lo que está oyendo. De aquellos gritos y disgustos que tanto le angustiaban, el culpable «era él» por su culpa, sus padres no encontraban soluciones.
En el orden social y público nos ocurre a todos algo muy parecido: sí las cosas van mal, no es porque haya un millón y medio de jóvenes sin empleo, millones de pobres y analfabetos, no es porque se invierta en seguridad armada lo que no se invierte en seguridad escolarizada, ni porque los bancos nos sangren beneficios que nunca habían logrado. No van mal porque la represión desborde clandestinidad mientras la justicia colapsa por falta de recursos, porque los poderes flirteen con el tráfico de drogas mientras la sanidad y calidad de vida renquea de infarto en infarto. Ni porque los servicios sociales hayan sido ahorrados en beneficio de servicios al partido. No. Si las cosas van tan mal es por los navajeros de quince años y sus escopetas «recortás». Sólo ellos representan inseguridad ciudadana. La «opinión» se encarga de ello.

Enrique Martínez Reguera:
F i l ó s o f o , Psicólogo y Pedagogo a sus 72 años este español de gran experiencia, de texto tales como ¨ Cachorros de nadie ¨, ¨ De tanta rabia tanto cariño ¨, ¨ Con los niños no se juega ¨ , ¨Pedagogía para malos educados,¨ La calle es de todos,¨ Catón moderno para analfabetos de la vida ¨y ¨ Tiempo de coraje ¨, publicaciones que abordan la realidad del mundo de los menores explotados, marginados, apartados, desechados y pertrechados, en su aspecto social histórico, jurídico, psicológico y pedagógico. Fundador e integrante entre tantas otras asociaciones de la coordinadora de barrios (www.cordinadoradebarrios.org) pagina de donde se puede apreciar la magnitud de su obra a favor de los más débiles, obra que se ha proyectado a América Latina con su trabajo en Brasil, es miembro del centro San Pió X de la Universidad de Salamanca.

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