Besana Villoria – Revista digital Besana de Villoria

LA OTRA NAVIDAD

En esta comunidad están muriéndose de hambre y enfermedad cuando son los más ricos del planeta.
JESÚS DE TIPESHIARI

El Tipeshi es una planta que sirve para curar el mal de ojos, pero a mi no ha logrado curarme todavía las lágrimas que derramé por la muerte de Jesús. Tipeshiari es el nombre de una de las más remotas aldeítas machiguengas del alto Urubamba, perteneciente a la parroquia de San José de Koribeni. Hacen falta dos días de camino para llegar hasta ella, en plena ceja de selva. El lugar es hermoso y allá viven tan solo sesenta personas en el estado más primitivo que imaginarse pueda.

Lo terrible en esta comunidad es que más de la mitad de sus miembros están tuberculosos. La primera vez que yo los visité me asustó la miseria en la que viven y sobre todo las toses contínuas de la mayoría que delataban evidente daño pulmonar. Se alimentan tan solo de yuca y muy ocasionalmente de caza y pesca. La desnutrición es otro rasgo que destaca en la fisonomía de estas gentes. A la mala alimentación se suma una excesiva ingesta de mashato que daña profundamente esos cuerpos anémicos. Es una comunidad sin ancianos. La mayor es una mujer de 35 años que tiene la apariencia de unos cincuenta y cuya tos anuncia en altavoz que no vivirá muchos más.

Lo paradójico de esta comunidad es que están muriéndose de hambre y enfermedad cuando son los más ricos del planeta. Resulta que Tipeshiari tiene reconocidas sus tierras y suman un total de 66.000 Has.; es decir, más de mil hectáreas por cabeza. Una tierra y unos recursos muy ricos y que no aprovechan.

Tipeshiari tiene escuela fundada por la misión. Hicimos una pequeña evaluación a los niños y el resultado no pudo ser más deplorable. Ni siquiera los muchachos que están en sexto de primaria, terminando ya su breve ciclo escolar, saben leer ni escribir y apenas sumar. El maestro, nos informaron, falta con demasiada frecuencia y en períodos largos. Nadie controla su trabajo. Ningún muchacho ha salido a estudiar secundaria. Las muchachas están destinadas a ser esposas y madres con catorce años y los muchachos no tienen otro futuro que el de sus ancestros. Al hambre se une la ignorancia.

Hubo un tiempo en que la misión dotó un botiquín en la comunidad, pero ha pasado mucho tiempo y nadie se ha preocupado por la salud y adolecen de otro recurso sanitario que no sea el remedio que brinda la madre naturaleza, la selva, en cuya administración ellos son sabios, pero estos remedios en la situación en que se encuentran, no son suficientes.

En este contexto nació Jesús, un cinco de junio de este año de 2005. Yo había pasado por allí por primera vez en el mes de abril y logré llevar a la posta médica a tres jóvenes afectados de tos y el doctor de Kepashiato me confirmó que tenían los pulmones bien dañados. A los cuatro días me llamaron ellos mismos para decirme que uno de los niños, de cuatro meses, había fallecido, a pesar de las medicinas que les dí para que las llevasen a la comunidad como tratamiento para los que estaban peor.

La mamá de Jesús me lo presentó el segundo día tras la llegada, después de la catequesis del bautismo. ¡Había estado hablando de Dios, de su Hijo y de la Iglesia mientras Jesús se moría!. La escena de mamá y criatura en brazos, se me ha quedado grabada en el alma. Una auténtica piedad desnutrida. Durante toda la gestación había estado enferma y su cara era la imagen de la pena resignada. Ojos hundidos, pómulos de hueso y piel, pelos desgreñados, tos cavernosa y sonrisa melancólica. Se estrujaba el escuálido seno en un intento inútil por sacar una gota de leche. Jesús, envuelto en un jirón de pañal que nunca había sido lavado, era casi un esqueleto con ojos enormes que se me clavaron también en el alma. Ya estaba moradito y ni respiraba. Le dí masajes durante buen tiempo y un poco de jarabe que había llevado como medicina sabiendo el estado de la mayoría. Por fin, comenzó a respirar y toser con mucha dificultad y a arrojar unas flemitas. Recuperó color y vida, pues estaba más muerto que vivo. Lo bauticé aquella tarde inolvidable cuando el sol dota la naturaleza de colores de gala y resplandecen fulgurantes todas las cosas y sobre todas la selva a esas horas crepusculares.

Dos de los hermanos de Jesús, de dos y tres años, también estaban desnutridos y afectados de la misma tos delatora. Hablé con el papá largamente para convencerlo de la absoluta urgencia de llevar al niño a la posta médica y de paso también a los dos hermanitos y a la mamá.

Julio, mi acompañante machiguenga, y yo, junto con los papás, velamos aquella noche junto al niño Jesús. Parecía dormir, aunque yo sospechaba que no podía respirar por su estado de bronconeumonía. Con las primeras luces del alba, vimos que el niño iba adquiriendo un color de muerte y no respiraba. Volvimos a masajearlo y darle otro poquito de medicina. Logramos que tosiera de nuevo. Lo dispusimos todo para salir rápidamente hacia la posta médica que, con un poco de suerte y mucha rapidez, podríamos alcanzar en el día, ya que habíamos quedado nos viniera a buscar a la carretera el doctor con el carro de la misión que habíamos dejado en la posta, con lo que adelantaríamos unas cinco horas. Nos acompañaban dos muchachas; la hija mayor de la familia y otra joven de la misma edad, 16 años, que en el mes de abril perdió a su hijito con los mismos síntomas que Jesús.

Cuando llevábamos poco más de una hora de camino, nos detuvimos un momento para ver como estaba el niño, éste estaba ya morado y frío. Estuvimos media hora dándole masajes, pero ya no volvió a respirar. Los primeros rayos del sol iluminaron la muerte de aquella criatura. Era el día cinco de julio, día en que Jesús cumplía su único mes de existencia en la selva peruana.

Y en ese momento hizo Jesús su milagro. Yo temía que todos se dieran la vuelta hacia su comunidad, porque el motivo de salir había sido la gravedad de Jesús y mi mucha insistencia, casi hasta el enojo ante la resistencia a salir de la comunidad para ir a la posta. El papá y la mamá de Jesús dialogaron un rato largo. Al fin, la mamá entregó su hijo muerto en brazos del papá mientras exclamaba en machiguenga, la única lengua que conocen: «Noatake noampitakempara»: «Voy a curarme». Y agarrando a sus otros dos hijitos, siguió hacia delante con determinación. La vida efímera y la muerte de Jesús, no fue estéril, dieron vida a toda la familia. El papá se regresó con el cuerpecito a Tipeshiari para darle sepultura. No habían pasado tres horas cuando volvió a incorporarse al grupo luego de haber enterrado a su hijito en la chacra familiar.

Toda la comitiva, exceptuando el papá, nunca antes había salido de la comunidad. Manifestaban su temor a cruzar el gran río en balsa y mucho más a montar en un vehículo de cuatro ruedas. Sus rostros expresaban temor cuando nos deslizábamos por una carretera llena de baches, con enormes lodazales y por unos barrancos de cien metros de altitud sobre el río.

Llegados a Kepashiato, lugar donde negocia toda la zona del río Kumpiro, fuimos directamente a la posta donde reside un médico, una enfermera y varios técnicos de salud. Allá recordé las dificultades de José y María para encontrar posada. Nos dijeron que tenían un paciente con infección y no podían alojar a nativos, porque son muy vulnerables. Les dije que eso ya tenían que haberlo previsto hace tiempo, pues pertenecen a esa posta varias comunidades machiguengas. También les hice responsables de que los nativos tengan tantos reparos en llegar a la posta, pues, aparte de las distancias enormes, cuando llegan, no se les trata como es debido y además siquiera se les aloja. No es nada extraño que opten por no regresar más. Luego de un rápido análisis, tan solo les dieron su medicación, que tuvimos que pagar. Eso sí, les tomaron muestra de sangre para algún trabajo que realiza el doctor o que interesa a la sanidad nacional.

De la posta fuimos a buscar alojamiento. Una señora nos ofreció una casita de madera próxima a la posta médica con la única condición que la limpiasen de la multitud de avispas que tenía y de la maleza alrededor. Tenía la ventaja de estar alejada de la población blanca y bulliciosa y poco respetuosa con los nativos. Estaba también próxima al río y tenía adosado un espacio abierto con una cocina de barro. Compramos un toldo para el suelo, varias frazadas, un mosquitero familiar, un par de ollas para hervir el agua y cocer la yuca, un cubo para traer agua y útiles de limpieza. Todas estas características hacían que ambiente fuera bastante semejante al estilo de vida que ellos llevan. Luego hablaríamos con la propietaria del local para ver de llegar a un acuerdo y que nos sirviera como posada para otros muchos casos semejantes. Si a ellos les va bien, otras familias se animarán. De la casita nos fuimos al restaurante de nuestra amiga Hipola, una mujer generosa por donde quiera que se la mire y allá nos repusimos todos de un hambre largamente entretenida. Le dije a la mesonera que les diera los tres tiempos y les pusiera ración sobrada durante una semana que es el tiempo que calculamos en que haría efecto el tratamiento y recuperarían algo de peso. Al personal de la posta lo comprometimos en que les observara cada día, dada la proximidad. Nosotros partimos en la madrugada siguiente hacia otra comunidad nativa. Al regreso, nos informaron que la familia había aguantado contenta la semana y se regresó bastante restablecida en salud y en peso.

Pero la flor de Tipeshi todavía no ha logrado curarme las lágrimas cada vez que recuerdo a Jesús y a su mamá que se estruja el pecho en vano intento por extraer una gota de leche. Esta madre seca la sueño y la veo como las instituciones de salud, educación, agricultura, incluso iglesia que tampoco tienen sustancia o no se esfuerzan en conseguirla, para saciar el hambre, curar la enfermedad y animar la vida y el espíritu de estas comunidades.

RAI

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